miércoles, 24 de agosto de 2011

EN EL UMBRAL DE UN MUNDO IMAGINARIO

Era una mañana de noviembre, aparentemente como otra cualquiera. Los últimos rayos de sol se resistían a despedirse. Las cortinas blanco roto de aquella habitación luminosa bailaban un twist, mientras la cafetera silbaba sin rechistar en la cocina. El último noticiario de las ocho se colaba por toda la casa: el paro y algo relacionado con unas elecciones en Costa de Marfil entraban por un oído y salían por el otro. A la par, unos dedos largos coronados por unas uñas rojo mate se abalanzaban de manera autómata hacia el recipiente de metal. Bebió de un sorbo el elixir negro de la vida y decidió atravesar la barrera que separaba el mundo real del de mentira. Al principio, todo parecía estar en su sitio: la cama revuelta tras una noche en la que buscó refugio en cantinas abandonadas en las que, tiempo atrás, poetas y músicos encontraron una fuente de inspiración entre sorbos de cerveza, caladas de cigarro y reflexiones sobre el sentido de la vida. De repente, el ambiente le pareció algo confuso. Dejó de reconocer la mesa del comedor que tantas veces había sido testigo de sus comidas en solitario. Las vistas que se deslumbraban desde la gran cristalera del salón parecían más que la ventana al mundo exterior, un cuadro de Renoir. Sin darse cuenta, dejó de tener los mandos de control de si mismo, sintiéndose como un mero espectador que observaba como actores daban vida a personajes trasnochados en una sala de teatro de la Latina. Decidió describir estas nuevas sensaciones a través del hilo telefónico. El sonido incesable de varios tonos, le hizo presagiar que nadie iba a ser testigo de su nueva experiencia. De repente, alguien descolgó el aparato y caminó de la mano por el nuevo mundo que había creado. La voz del interlocutor le pareció lejana. En tiempo y lugar. No obstante, decidió hacer lo que mejor sabía: contar historias. Cuando decidió apagar el inalámbrico, sintió temor, demasiado, no encontraba razón alguna para albergar esta emoción. Se dio cuenta que, más que miedo a morir o a perder los pocos ápices de cordura que le quedaban, tenía pánico a vivir, a tener que soportar una existencia monótona, lineal, sin sobresaltos, sin emociones fuertes, esas que te devuelven la pasión por la vida y que hacen que la existencia cobre sentido. Ese miedo se disfrazó en una señora que, guadaña en mano, acechaba lentamente y amenazaba con paralizar cada hora, cada minuto, cada segundo de su vida. Trató de buscar refugio. Sus piernas, escondidas bajo unos 'jeans' oscuros, desfilaron hasta la cocina, parándose en seco ante la nevera blanca, algo descascarillada por el paso del tiempo. Inconscientemente abrió la caja de pandora y encontró una tarta de queso, fría y prefabricada, que se desmigaba en su boca y que golpeó su estomago emulando la caída del ave Fénix. Intentó dormir o despertarse, realmente no estaba seguro. Decidió trasladarse con su imaginación hacia un paisaje de su infancia que le transmitía la calma que tanto anhelaba. Un arenal que homenajeaba a un mar tranquilo, centinela del tiempo, que no tenía otra misión que ver la vida pasar. Pareció encontrar algo de consuelo en ese mirador lejano. Le valió ese instante para darse cuenta de que ya no era el mismo. No acertó a describir qué es lo que le había cambiado. Necesitó cien mañanas con sus consecutivas noches. El sueño nocturno, que le alejaba de los peligros que aparecían nada más levantar las persianas, fue el mejor reparador. El camino que recorrió durante esos cien días le llevó de nuevo al mismo punto que al principio, topándose con la inconsciencia y con la puerta que le permitía cruzar de nuevo hacia el mundo de mentira.

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