domingo, 19 de agosto de 2012

A 2.000 KILÓMETROS DE MADRID

Una lluvia infinita de estrellas acompaña el camino. En ningún otro lugar había contemplado la Vía Láctea en todo su esplendor. Atrás quedan cerca de 2.000 kilómetros recorridos en coche, sin ataduras ni cinturón, con los pies descalzos sobre la guantera y los ojos entrecerrados por los reflejos del sol. El ruido de las ruedas sobre el asfalto y música en varias lenguas conforman la banda sonora del viaje. La llave para cruzar fronteras y conocer lugares nuevos es un pasaporte granate, desempolvado para la ocasión. El viaje comenzó años atrás con la lectura de ensayos y libros sobre un conflicto que surgió en la puerta de Europa y que volvió a poner en jaque al continente después de la terrible Segunda Guerra Mundial. De nuevo, los seres humanos volvieron a tomar las armas y dañar a sus semejantes con un propósito meramente político. La zona, rica en diversidad cultural y religiosa, quedó amenazada por las ansias de poder de un Estado, que sembró odio entre sus ciudadanos para que aniquilasen, torturasen y violasen a sus vecinos.

Ante estos hechos, los prejuicios siempre afloran, inducidos la mayoría de las veces por los medios de comunicación, y llevan a señalar con el dedo a un enemigo concreto. Por ello, es conveniente conocer los hechos y las personas para darse cuenta de que en una guerra, donde la ética pasa a un segundo plano, el límite entre la culpabilidad y la inocencia es bastante difuso.

Dos décadas después, algunos edificios de Bosnia guardan el sabor de las metrallas; mientras otros, en el suelo, tienen dificultades para volver a ponerse en pie. Los campos acogen cientos de minas que impiden su aprovechamiento y peligran el paso de los viandantes. Convivirán por mucho tiempo con la población, pues desalojarlas cuesta un importante esfuerzo económico, que la comunidad internacional no está, por ahora, dispuesta a realizar.

Con todo, las personas intentan salir adelante en un país en el que la tasa de paro ronda el 40 por ciento y cuya economía está centrada en la agricultura.  Bosniocroatas, musulmanes y serbiobosnios tratan de cerrar heridas lentamente, a pesar de que sigue en su recuerdo la dolorosa pérdida de un padre, tío o  amigo durante el conflicto. Las mujeres, por su parte, tratan de superar el drama de ser forzadas sexualmente durante la guerra por un motivo político. Los cementerios del país, situados a los pies de las carreteras y en el centro de ciudades y pueblos, recuerdan que la muerte no es un tema tabú y que forma parte del ciclo de la vida.

Católicos, musulmanes y ortodoxos no ponen, en ningún caso, trabas a los foráneos que se acercan a su tierra, cámara en mano, para retratar su realidad. Es más, abren sus puertas y ceden sus mejores asientos a los visitantes para conversar sobre la rutina de la vida mediante el lenguaje universal de los signos. En pleno Ramadán, los bosniacos invitan a café local, limonada o pastas, y dejan hacerse fotos, que después miran incrédulos con una sonrisa en la boca. 

Finalmente, despiden con la mano a extraños a los que, durante unos instantes, han ofrecido un pedazo de su vida sin esperar nada a cambio. La humildad de sus hogares, su ropa y manera de vivir recuerda que lo material tiene fecha de caducidad y que, para sentirse vivo y realizado, hay que descubrir la esencia de las personas y la naturaleza.