domingo, 20 de mayo de 2012

UNA VELA APAGADA

El camino era largo y apenas acertaba a describir los lugares que iba vislumbrando con el paso de las horas. El sueño resistía a aparecerse. En cambio, una ligera anestesia de cansancio, fruto de numerosas horas entregada a una tarea mecánica, comenzaba a inundarla. No estuvo mucho tiempo en ese estado de enajenación, pues el autobús llegó a la estación subterránea y paró en seco. Su presencia allí,  la trasladó a años atrás, en los que desafiaba a las impertinencias nocturnas para emprender viajes diarios y furtivos que finalizaban en el aula de los sueños. Se alejó de aquella recepción de nómadas para recorrer calles, que fueron escenario de su infancia y adolescencia y que, en ese momento, estaban desérticas. La tarde se despidió y la lluvia la relevó en el puesto. Entraron en escena paraguas de todas las formas y colores. La lluvia tiene el poder de despertar hasta el más dormido de los sentimientos y, así, invocar tanto a la melancolía como a una locura frenética, poseída en los que comprenden en qué consiste el juego de la vida. Las gotas resonaban en el interior del coche sin impedir divisar el puerto con sus barcos que habían dejado de faenar hacía algunas horas. Su inconfundible gabardina roja cruzó como rayo el restaurante, situado al lado del palacio de la cultura, que siempre destacaba en las postales que compraba la gente en los quioscos del Paseo Pereda o en el discreto puesto al lado de la Magdalena que, además de estampas, vendía artilugios y molinos de viento. Las comensales intercambiaban miradas y sonrisas nerviosas durante su encuentro. La velada acabó con una tarta de chocolate,  que engulló hasta el último bocado y una vela que sopló, despidiendo su primer cuarto de siglo e implorando cientos de momentos como el vivido. El rincón quedó a oscuras y abandonó el lugar tan rápido como había entrado, a la vez que regalaba una de sus mejores sonrisas a las cómplices de la noche.

jueves, 10 de mayo de 2012

FORMA PARTE DEL BAILE

Siento el infierno en el asfalto que piso, sin embargo, sus males no logran embriagarme. El calor recorre mi cuerpo como mecha de cerilla pero, curiosamente, se apaga cuando el fuego llega a mis pies. Mis pasos son lentos pero certeros, pues mis pies están alineados y aunque uno de ellos quiera desmarcarse durante un rato vuelve con el tiempo a la par del otro. Los zapatos marcan huellas en las aceras de la gran manzana, que apenas son apreciadas por los viandantes cercanos. Me gusta andar de puntillas como solía hacerlo de pequeña, tal y como hacen las bailarinas, quienes levantan los brazos al máximo con el fin de coger a puñados las estrellas del firmamento. No siempre las recogen e, incluso, a veces, éstas caen a la faz de la tierra cuando los brazos tocan el suelo. Forma parte del baile. No tendría sentido de otra forma.