Echo
un vistazo a otras entradas del blog y recuerdo la finalidad por la que creé este soporte: desahogarme, dejar por escrito mis inquietudes y dar a conocer
hechos extraordinarios que llamasen mi atención. Lo creé hace un año, cuando me
sumergí en el mar y llegué casi a tocar el fondo con la mano. Me encontré,
entonces, con otra que me impulsó hacia arriba. En ese momento, decidí que
quería hacer periodismo pero del bueno, solo aquel que merece ser llamado como
tal. El de leer, viajar, hablar con la gente, escuchar sus historias y
volcarlas al papel. Y hacerlo en mi tiempo libre cuando la obligación de
ganarme el sustento diario me lo permitiese. Ahorrar y escaparme por el mundo.
Llegue a la conclusión de que adoro el periodismo con fines sociales: elegir
las historias que a mí me interesen, hablar con sus protagonistas, hacer un
trabajo puro que no quede empañado por los intereses de un empresario/director
que pasa ocho horas diarias sentado en una redacción de Madrid. Mi meta es
conseguir un plan B, que aún no he diseñado, y soñar con las semanas que iría a
conocer otras realidades para retratarlas con mi cámara y bolígrafo y, con
ello, crecer personal y profesionalmente.
Adoro
el “mejor oficio del mundo” desde que tengo uso de razón, desde que mi madre me
enseñó a devorar libros y mi padre consideraba,
cada vez que le recitaba una de mis redacciones escolares, que no lo hacia nada
mal. Aún recuerdo que, a la edad de 8 años, me preguntaron que quería ser de
mayor y conteste firmemente: periodista. En sexto de primaria, una compañera
trató de asustarme, al decirme que los periodistas eran osados y que, si algún
día lo sería, tendría que ir a las casas de los etarras a entrevistarles. No
logro que cambiase de opinión. Es,
hasta la fecha, el amor de mi vida, por el que me levante, durante cuatro años,
a las cinco de la mañana para recorrer cientos de kilómetros y llegar a la
facultad. Por el que me marche a
Bruselas, recién licenciada, de un día para otro, sin mirar atrás y sin sopesar
por un instante las consecuencias. A punto de subir al avión, con una maleta y
un hostal frío y oscuro como destino inmediato, les dije a mis padres que no se
preocupasen, que me iba hacer lo que más me gustaba.
El
periodismo que se hace hoy en día en las redacciones está agonizando. Antes de que comenzara la crisis, ya daba sus
últimos coletazos. Lo hirió las ansias de protagonismo de los periodistas, su
conformismo, el intrusismo, la ambición económica de los empresarios/directores,
y la precariedad --¡maldita precariedad!-- que sufría la mayoría de los
redactores. “El mejor oficio del mundo” fue marchitándose poco a poco y, con
él, el prestigio de los informadores que solo querían transmitir y concienciar a
la sociedad. Hay días, especialmente últimamente, que quiero dar un puñetazo
sobre la mesa y olvidar el ejercicio habitual de la profesión. Después, ir al
despacho del director a decirle: Usted trato de que odiará el periodismo pero no
lo ha conseguido. Y no lo ha hecho porque existen otras personas menos conocidas
que me inspiran cada día, al arriesgar
su vida para poner rostro a una injusticia.
Dedicado
a Diego Cobo, amigo y periodista, por la conversación de ayer, hoy y mañana.
¡Gracias!
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