jueves, 22 de junio de 2017

EL SABOR DEL VERANO

La palabra verano para mí tiene un significado especial. Está asociada a muchos olores, paisajes y sabores de mi infancia. Desde cuando mi abuela venía del mercado con cerezas en el carro de la compra y se las ponía de pendientes hasta cuando llegaba la hora del postre y, manojo en mano, las iba saboreando una a una, disfrutando de mi fruta favorita, y olvidándome de la advertencia de mi padre que me decía que, si me excedía, me podía dar un cólico. Luego, mi abuela y yo, una vez que estábamos en el patio, sentadas en una silla desplegable, de esas que venden en los supermercados, nos echábamos Nivea: la de siempre, la de la tapa azul, llenándonos de crema para exponernos a los primeros rayos de sol.

Era la señal de que comenzaba una etapa del año donde los días, en mi Santander natal, se pintaban con un cielo de color azul claro y un sol esplendido que iba iluminando el camino hacía la playa. Levantarse, desayunar y escapar en coche a la Magdalena o el Camello, donde poder jugar entre las rocas, y disfrutar del agua, era el mejor plan que podía existir para esos días en los que el calor hacía su aparición. Mis padres ponían el parasol en el coche, de un periódico muy conocido y, tras ello, bajábamos las escaleras hacía el paraíso.

El olor a salitre, mezclado con la brisa del viento, la sensación de la arena entre los dedos de los pies y el perfume del protector solar se iban alternando mientras se disfrutaba del placer que produce esa desconexión buscada donde se recupera la paz interior. La felicidad no acababa ahí: cuando finalizaba el tiempo de playa y se llegaba a casa, no había mayor placer como el de ver cómo iba desapareciendo la arena impregnada en el cuerpo por el desagüe de la ducha antes de zampar una buena rodaja de sandía, muy refrescante y bien roja, el color de la pasión. El más bonito, para mí, sin duda.

Luego tocaba volver a salir a la calle porque así es el verano, no da tregua, hay que vivir los parques, las plazas y los patios de tu ciudad hasta que la primera farola se encienda anunciando la llegada de la noche. Cualquier cosa servía en esos momentos para combatir al calor: los polos, globos de agua y los maravillosos helados de Regma, muy conocidos en Cantabria. Y es que, para mí, el verano ha sido y será siempre sinónimo de Santander.


Esta entrada se la dedico a mi abuela y a mis padres

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